Valparaíso fue siempre la imagen: este aquí, en el extremo sur del mundo, que hace tanto viene provocando a la fantasía fotográfica de occidente. Un lugar que sublima la idea de lugar, que más que un territorio sobrevive como mito. Un allá de la imaginación. Paradójico, decadente y glamoroso. Complejo y caleidoscópico. Miserable, pornográfico y vital. De pasado glorioso y atormentado. Abandonado y pobre, pero orgulloso de su brillo propio. Ese lugar donde  los marineros besan y se van. Así Valparaíso se ha instalado en la fantasía visual (la palabra fantasía viene de fantasma). 

Pensar y realizar imágenes en Valparaíso ha sido, por eso, una deriva natural de un Festival de Fotografía que surge desde aquí. Convocar a autores que han venido desde distintos países a mirar y devolvernos su mirada sobre este espacio fue el juego que, sin pensarlo dos veces, jugamos. Esas percepciones de otros nos devolvieron algo que de tanto mirar ya no veíamos. Y también dejaron su resaca, eso que se escapó a un más allá de la imagen. Valparaíso se fue convirtiendo así ya no solo en un lugar, sino en una provocación. Lo que los fotógrafos soñaron, los lugares por donde anduvieron, las personas con quienes hablaron: todas estas experiencias subjetivas convocaron memorias, ficciones, emociones. Desde este punto del planeta, la imaginación comenzó a dispararse en direcciones múltiples y a traer a este puerto otros lugares reales y virtuales. 

Por ejemplo, sucedió que un fotógrafo llegó a hacer una residencia en Valparaíso para, precisamente, ofrecer su personal mirada sobre la ciudad. Pero, durante su estadía en el puerto, tuvo sueños que lo llevaron a realizar un viaje para traer de vuelta la experiencia subjetiva de un trayecto. El sueño, como estructura donde se superponen espacios, temporalidades y situaciones que muchas veces contradicen a la lógica lineal, se encarna también en la idea de un viaje donde coexiste el aquí y el allá, en la medida que su percepción fotográfica no opera como un registro documental, sino más bien como un archivo heterogéneo de planos visuales y emocionales que dan cuenta del propio extrañamiento. 

Valparaíso, más allá de ser un espacio fértil en imágenes, se convierte entonces en un punto desde el cual se abre la posibilidad de disparar un pensamiento sobre la fotografía, un puerto desde el cual zarpar hacia los territorios que animan el deseo de archivar escenas. 

Un archivo no es otra cosa que un montaje donde se disponen, unas junto a otras, imágenes contradictorias y anacrónicas, rescatadas de aquí y de allá. Imágenes que sobrevivieron al fuego en distintos lugares y tiempos, dice Didi-Huberman en su libro Arde la imagen.  Y es cierto.

Son muchas más las imágenes desaparecidas –por indiferencia, por destrucción, por censura, por olvido—que las sobrevivientes. Por eso toda imagen, dice, está rodeada de cenizas. 

El montaje, como forma de construir relatos (como viaje no lineal) deja emerger la memoria inconsciente, que se interpreta en sus síntomas, y no en una colección de recuerdos. El síntoma, señala, es una fisura, un error, una falla (eso que falta, eso que se escapa). Una  imagen sería siempre el cruce entre lo que está y lo que no está. Una buena imagen viene a perturbar la seguridad de un lugar estable y homogéneo, descoloca al cliché, hace que algo arda en nosotros. Una buena imagen pone en crisis su aquí / allá. Saber mirar una imagen, dice Didi-Humberman, es tocar la zona donde sigue ardiendo, donde la ceniza sigue caliente. 

Catalina Mena Larraín